No, no es el anuncio de la nueva novela que se convierte en best-seller por morbosa o provocativa. No hay fantasías perversas. Tampoco es el resumen de ningún festival de Gothic Metal, ni los fans de El Rubius cuando éste se va de gira por Iberoamérica. Es un resumen, breve, de los elementos que rodearon la jornada de rodaje de hace dos semanas, un domingo madrileño y primaveral.
Hacía “friolor”, a ratos frío, a ratos calor. Si pegaba el sol, pegaba fuerte. Si una nube lo tapaba y se levantaba algo de viento, mejor con chaqueta que sin ella. O sea “friolor”.
David y yo, que gusto de moverme en silla de ruedas (a pesar de que me gustaría más moverme sin ella), fuimos a la localización en metro, con el equipo de grabación. No diré que casi nos dejamos en casa la cámara y la grabadora.
Treinta minutos antes de la hora fijada recibimos un guasap. El recientemente premiado Manuel Filgueira, uno de los actores, nos dice “maratón por el centro de Madrid”. David piensa que es una metáfora cuyo verdadero significado es: “Nos vamos a pegar una paliza rodando cientos de planos uno tras otro”. Yo pienso: “Ya sería mala suerte que, con lo grande que es la ciudad, la maratón pase justo por donde queremos rodar…”.
La verdad es que no somos gente que haga caso de este tipo de eventos… pero también es cierto que estaba anunciado por todos los lados. Vamos como zombis, sin ver ni escuchar.
Salimos del metro y… Bueno, no fue tan fácil. La estación de Príncipe Pío es una de esas estaciones que se llaman “accesibles” porque si vas en silla de ruedas logras salir, aunque sea después de dar mil vueltas y perderte porque los ascensores, de los que tienes que usar unos cuantos, están escondidos en rincones sucios y malolientes (y esto no es un decir). Como remate, una vez fuera del edificio te encuentras en una especie de plaza y para llegar a la rampa que sale de dicha plaza, evitando las escaleras, tienes que dar un rodeo…
Pero el caso es que si no pillas ninguna enfermedad propia de la Edad Media, ni mueres de viejo por el camino, logras salir (este es el concepto de “accesibilidad” que manejan los políticos). Al hacerlo, nos encontramos de frente con la maratón que nos anunciaba Manuel. No, no era una metáfora. Y sí, cruzaba por el puente donde pensábamos rodar. Además, algún cachondo y original responsable de la organización, tuvo la genial idea de ordenar que en ciertos puntos cuasi-aleatorios del recorrido se montaran pequeños escenarios con grupos tocando en directo, para animar a los corredores, o a los viandantes, o no sé muy bien a quien. Porque la escena era bastante absurda: una pequeña carpa con cinco tíos tocando rock o heavy metal, dependiendo del grupo, y un montón de gente cruzando al trote por delante del escenario sin siquiera mirarles. Público frío y entregado al mismo tiempo: no les parecían hacer caso, pero se movían, sudaban y jadeaban como ningún otro. Masivo y efímero: al cabo de la jornada miles y miles de personas habían escuchado su música… no más de 20 o 30 segundos, según la velocidad de cada uno. No sé lo que podía pasar por la cabeza de aquellos músicos. ¿Alegría, tristeza, entusiasmo, decepción…?
El caso es que como hay músicos aquí y más allá… en el puente de aquí se oye la música de fondo y en el de más allá también. Confiamos en que el micro filtre lo suficiente el sonido ambiental, si no, habrá que doblar la escena (lo cual es un horror).
La localización escogida y su alternativa eran el Puente del Rey y el Puente de Segovia, distantes unos trescientos metros. Por uno pasa la maratón. Por el otro no, pero sí por las calles en que desemboca, con lo que está atestado de gente que va y viene a ver, a participar, a dejar de ver, a dejar de participar… No se puede rodar ni en el uno ni en el otro. Sólo queda una posibilidad: la pequeña presa que hay entre ambos puentes.
La presa está más recogida y es un lugar bonito. En realidad era mi opción favorita. Pero el hecho de que estuviera mucho más baja que los puentes, esto es, cerca de la superficie del río, y la impresión que yo tenía de que había un pequeño salto de agua, me hizo descartarla por creer que en ella habría demasiado ruido. Mi sorpresa fue que no había salto de agua, con lo que el ruido no era tanto.
A todo esto, las dificultades para llegar fueron enormes. No sólo nuestras, sino de todos los miembros del equipo. Empezando porque hubo quien se equivocó y se presentó en otro lugar, lugar al que llegó después de dar rodeos buscando caminos alternativos a las calles cortadas por la maratón.
Obviamente, con todas estas dificultades, empezamos a rodar bastante más tarde de la hora.
Para la escena necesitábamos una doble de acción: Toñi (nombre completo: Antonia de Látex), una muñeca hinchable. Lamentablemente, no encontramos nada más barato que nos pudiera servir. (Si el lector sabe de alternativas más eficaces y de similar o menor precio, háganoslo saber. Gracias.) Inicialmente, mientras la caracterizábamos como corresponde, la tapamos, pues había niños paseando por el parque y Toñi no es muy agraciada. No queremos que tengan pesadillas. Para la escena, no obstante, era necesario atarla a la pértiga que normalmente usamos para sostener el micro. Al hacerlo, la gente que pasaba a nuestro lado nos miraba raro. Como si nunca hubieran visto a un grupo de cineastas amateur atar a una pértiga una muñeca hinchable.
Durante el transcurso del rodaje la maratón acabó, los grupos musicales se fueron a casa y, en vez de hacerse el silencio, empezaron a dar el concierto las ambulancias, que no dejarían de pasar, haciendo sonar la sirena, hasta el final del rodaje. Esperemos que sean cosas leves y que no participasen en la maratón muchas personas con problemas cardiacos y esperemos poder limpiar el audio para que no afecte demasiado.
En un momento dado, en el argumento de las escenas que filmábamos, hay una pelea entre el personaje interpretado por Lourdes Fernández y el de Manuel Filgueira, el archiconocido Roberto Galiana. Mientras rodábamos, como en toda superproducción que se precie, se había formado un público que observaba entre expectante y curioso, a unos 20 ó 30 metros. Cuando el personaje de Lourdes saca una pistola y apunta a “Galiana”, dicho público, que por algún motivo ignoto se había decantado en favor de la chica, empezó a aplaudir y a jalear. Los más entusiastas gritaban: “¡Mátalo, mátalo!”, en lo que personalmente considero un exceso de furor.
Puede que el lector piense que todo esto es ficción. Escribo esta breve aclaración para afirmar que, aparte de los adornos en la forma, no hago más que enumerar los hechos según los vivimos. Quizá, incluso, me deje alguno.
También hubo para sustos. Mientras rodábamos, pusimos en un extremo del puente todos los materiales. Íbamos allí, cogíamos lo que necesitábamos, dejábamos lo que ya habíamos usado… En una de esas, David pega un grito de horror: “¡Se me ha caído una caja!”. Al parecer, una cajita se había deslizado hacia la barandilla del puente, se había colado entre los balaustres y había caído al Manzanares. El propio David respiró cuando la vio allá abajo: era la caja vacía de Toñi. Y aunque ésta se había salvado, desde ese momento cada vez que no encontrábamos algo a la primera se nos encogía el corazón. Lo nuestro será una superproducción, pero con el presupuesto y los materiales ajustados.
Otro problema fue la iluminación, que habrá que ver si afecta demasiado y, en tal caso, tratar de retocarla en post-producción. Al principio de la mañana el cielo estaba despejado, pero conforme pasaba el tiempo empezaron a aparecer nubes que cubrían el sol… a ratos. Como no podemos esperar a las circunstancias ideales, rodamos a pesar de los constantes cambios de luz.
Por si faltaba poco, parió la abuela. Acabado el rodaje, David y yo regresamos a la estación de Príncipe Pío. Nos encontramos con un ascensor, unos metros antes del edificio principal. Sin rodeos, sin líos. Pone claramente las líneas de metro a las que da acceso. Yo no me fío, busco más carteles. Miro dos o tres veces para asegurarme de que efectivamente nos vale… Una vez seguro, nos metemos y bajamos.
Al llegar al vestíbulo, David me advierte de no pasar los rodillos. “Esto lo conozco y por ahí no hay más que escaleras, tiene que ser por otro lado…”. Empezamos a dar vueltas… Encontramos varios ascensores que nos llevan a callejones sin salida. Entre medias, preguntamos a una señora de la limpieza que primero nos ignora y luego nos dice con desgana que se lo preguntemos “a los del metro”. En el puesto de información de “los del metro” no hay nadie. Seguimos dando vueltas… Finalmente volvemos a pasar por el puesto de información y vemos que en ese instante llega una de “los del metro”. Preguntamos. Esta es la respuesta: “No hay ascensor. Lo que tenéis que hacer es volver afuera y entrar por donde salisteis la otra vez…” ¿Por el laberinto de esta mañana? Sí, por ahí.
El ascensor que nos metió en ese lío es un problema, un verdadero problema para las personas en silla de ruedas, porque indica que te permite acceder a líneas de metro a las que no se puede ir.
Total, que volvemos a salir de la estación. Son más de las tres y media, no hemos comido. Estamos cansados física, mental y anímicamente. Buscamos un lugar donde comer. Ya lo intentaremos después. A todo esto, de tanto dar vueltas, la silla se está quedando sin batería. “David”, digo, “puede que tengas que empujar la silla, no sé si me dará la batería para llegar…”